viernes, 11 de junio de 2010

CUENTOS POPULARES - FILOSOFIA . . .

La prueba del Sol

El poderoso clan guerrero de los Taira llegó a su máximo esplendor a finales del siglo XII, cuando sus dos hijas eran emperatrices y sus hijos ocupaban los más altos cargos del imperio. El símbolo heráldico de los Taira era un simple disco rojo que adornaba sus trajes, abanicos, armaduras y otras pertenencias de la familia.

Este disco rojo representaba al sol, pues contaba la leyenda familiar que un antepasado suyo, llamado Kiyomori, era tan poderoso y arrogante que una mañana detuvo el Sol naciente mediante una señal de su abanico desplegado.

El clan Taira era poderoso pero sus enemigos también lo eran, y mucho. Al este del país el astuto e implacable general Yorimoto logró levantar un ejército de más de diez mil hombres con los que avanzaba de forma demoledora hacia los dominios de los Tairas. El imenso ejército de Taira intentaba contener el avance del terrible general, pero era en vano pues los guerreros de Yorimoto demostraban una inusitada valentía y habilidad marcial, venciendo una batalla tras otra.

Destacaba entre sus valerosos hombres un arquero llamado Munetaka, cuya puntería y fortaleza eran tal que relataban auténticos prodigios sobre sus acciones en combate. En la batalla de las laderas de Michoyama, cuentan, atravesó con una sola flecha a tres soldados enemigos que avanzaban en fila. En la emboscada del desfiladoero de Kitôe, parece ser que salvó la vida del general Yorimoto cuando, desde una distancia de varios cientos de metros, lanzó un dardo con tal potencia y acierto que se plantó en el cuerpo de un soldado enemigo que estaba a punto de apuñalar al general. Pero su mayor proeza cuentan que se dio en el asedio al castillo de Fuke: Munetaka, a pesar de hallarse en la retaguardia junto a los demás arqueros, observó de repente que una de las rendijas de la empalizada asomaba un arco armado con una flecha que apuntaba a un importante oficial que dirijía el asalto. Con la rapidez de un rayo Munetaka sacó una flecha de su carcaj, tensó el arco y apuntó con tal pericia que su dardo acertó en el arco del enemigo, rompiéndolo en astillas y salvando la vida del oficial.

Las proezas de Munetaka le aseguraron el puesto de lugarteniente predilecto junto al general Yorimoto. Así el general y su arrasador ejército avanzaron a marchas forzadas hasta expulsar al resto de las tropas de Taira de su propio territorio. Hasta tal punto que la batalla final iba a tener lugar en una apacible playa de la costa oeste. Las tropas de los Taira estaban ya embarcadas en una impresionante flota que cubría parte del horizonte mientras que los cerca de 7.000 guerreros de Yorimoto estaban acampados en la playa, preparando sus armas y sus mentes pues al día siguiente se produciría la batalla decisiva.

Pasó la noche sin luna, gélida como la muerte y, cuando faltaba poco para amanecer, uno de los soldados en guardia avisó a sus compañeros señalando un punto en el horizonte marítimo. Las penumbras comenzaban a disiparse por lo que se podía distinguir una barquichuela de remos que se acercaba desde la flota enemiga. Cuando estuvo a algo más de un centenar de metros de la arena la barca se detuvo y una mujer se levantó mirando a los sorprendidos soldados. Era la bellísima Neoke, miembro del clan Taira y emperatriz del feudo de Hijana. Neoke alzó lo más alto posible un pequeño abanico femenino y lo abrió, como si se tratará de una diana, mientras con el otro brazo hacía gestos que indicaban que se trataba de un reto. El mensaje quedó bastante claro: Los Taira, con la intención de evitar mayores derramamientos de sangre, proponía que se decidiera el resultado de la batalla mediante la siguiente prueba: un arquero del ejército de Yorimoto debía intentar atravesar el abanico con una flecha disparando desde la playa. Si lo lograba las tropas Taira zarparían y desaparecerían del lugar, pero si fallaba entonces el general Yorimoto y sus hombres deberían abandonar los dominios Taira. El abanico era tan pequeño que desde la playa apenas se veía como una tenue mancha rojiza que se balanceaba al sol de las olas que batían la barquichuela.

Todas las miradas se volvieron evidentemente hacia Munetaka; él era el único de los 7.000 hombres que podía realizar tal hañana. El general Yorimoto meditó la complicada situación: en caso de batalla su ejército tenía las de ganar, aunque seguramente perdiera cientos o incluso miles de hombres para lograrlo. Por otro lado, no podía ignorar el reto sin deshonrarse ante todos sus hombres. Contaba además con un arquero extraordinario que podía brindarle una victoria sin efusión alguna de sangre y de forma muy honrosa, incluso épica y legendaria. Se retiró brevemente para hablar con Munetaka, tras lo cual el guerrero cogió su arco más preciso, una robusta flecha y echó a andar hacia la orilla.

Se sentó en la arena húmeda laminada por las olas, en posición seiza (de rodillas apoyando el torso erguido sobre los talones) y cerrando los ojos concentró laquietud en su mente. A los pocos minutos se levantó, colocó la flecha en el arco y lo tensó a la vez que lo alzaba hacia el lejano objetivo. En el punto de máxima tensión el arco de Munetaka parecía una luna casi llena; el tiempo se detuvo y el arquero fijó la mirada en el móvil abanico que súbitamente parecía brillar con una rojiza lus propia. Pero unas centésimas de segundo antes de soltar la flecha surgió detrás del abanico el refulgente disco del Sol naciente que saludaba el nuevo día. Momentáneamente cegado, Munetaka no pudo sin embargo evitar que la flecha saliera cortando el aire y... lograra alcanzar su objetivo.

Fieles a su honor el jefe del clan de los Taira ordenó a sus hombres abandonar el lugar; ante todo eran hombres de palabra. Habían lanzado un reto, lo habían aceptado y habían perdido... Ahora sólo quedaba cumplir el pacto. Un pacto sin documentos, sin palabras, pero que ahorró miles de vidas.

- Extraído del nº 9 de la revista DOJO -

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